La Playa

Por un momento, Carmen había olvidado lo que realmente la hacía auténtica. 

Había confundido molinos de viento con gigantes, aquel viernes de tormenta.

Carmen sabía que sus diferentes vidas, solían juntarse en aquellos momentos en que la luna era casi invisible, en las noches oscuras de cielo despejado. Correteaba la Carmen divertida, esa que no dudaba de las volteretas a las que la vida la empuja, la que creía que podría enamorarse del viento, de las hojas, de las princesas Disney. Esa Carmen acababa arañando siempre a la delineante de sonrisas. Esa que di-bu-ja-ba con matemática precisión cada paso previo al desastre. La chica que calcula con definida sonrisa los días de la semana en los que puede comer carne, o las veces que debe comprobar si la puerta de la cocina está correctamente cerrada. - No queremos que entre ninguna sorpresa. - Pensaba.

Oscura. Letal. La tercera vida de Carmen, la tercera campanada sorda, era esa Carmen loca y desquiciada en lo negro, la Carmen arrojada por todos y por ella misma. La descendiente, la de ojos grandes, redondos y vidriosos...

Esa tarde, ese viernes de tormenta, un rayo de cordura cayó sobre esta tricotomía, este "rojoblanconegro". El impacto recibido, fue causa de una puerta abierta al azar... esa que la Carmen más obsesiva, había olvidado dentro de una copa de ron de oferta.

Las volteretas no tardaron en convertirse en sexo y la oscuridad, simplemente hizo más interesante, si cabe, el momento.

Pero Carmen tardó solo una semana en darse cuenta, de que de nuevo, los molinos blancos y rectos, poblaban su vida, sus caminos, los paisajes que a menudo visitaba. Y lloró sobre los brazos de la descendiente, que le recordó, a pesar de que era su parte más odiada, que había algo que siempre curaba su ansiedad.

Carmen salió de la tienda de baratijas de segunda mano, en la que le gustaba hacerse la sociable y se dirigió a la playa de Ribamorta. Extendió su toalla gris. Sus manos temblaban y el sudor de su frente corría nariz abajo. Se acercó a la orilla, dejó de escuchar el gentío. Sumergió sus manos, se puso de espalda y dejó caer a las tres sobre aquel mar que tanto solía mecerle. 

Azul.

De repente todos sus huesos, músculos, fibras, nervios... se despegaron de su piel. 
De repente todo se alineó y recordó lo que realmente hace auténtico a alguien. Su capacidad de reinventarse, de hundirse y salir a flote. Y entendió también, que nunca debía olvidar que su independencia, su "voy a hacer lo que me da la gana" no tiene sentido si no va de la mano del amor propio y esa playa... esa playa que es suya y de nadie más y en la que recompone su espíritu cuando la vida se mete demasiado en lo que ella, quiere y por supuesto, puede hacer: Disfrutar de si misma en su completa imperfección. Que es perfecta.


Arosa


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