Camarero. la última

"El peligro es una exaltación arcaica, más o menos inasible y turbia. Algunos días se manifiesta en circunstancias inverosímiles, sin invitación, y te descabalga. En tercero de bachillerato yo me sentaba con Óscar, un tipo duro, sin modales, que me enseñó a suspender seis asignaturas de una tacada en un trimestre. Tengo un buen recuerdo de él. Hacía cosas tan bellas y delicadas como liar dos porros a la vez. Yo veía en silencio aquella danza y me parecía que era como interpretar al piano un allegro moderato de Schubert. En cambio, cuando redactaba un trabajo, y se enfrentaba a un diptongo o un hiato, le castañeaban los dientes. No sabía colocar la tilde, y, cada vez que se acercaba una secuencia de dos vocales, la sombra le producía un gélido desasosiego. No tenía sentido, pero el miedo es eso, un sin sentido que te toma, te va tomando, te tomó. Su lógica te aplasta como si fueses un despreciable cigarrillo salido de una escena de Sergio Leone. No se deja explicar. Cortázar, que había escrito instrucciones para subir escaleras, o para dar correa a un reloj, redactó también unas breves notas para tener miedo. Pero el miedo, por regla general, huye del contacto.
Algunos días la boca todavía me sabe a la noche que entré en un pub de Ourense para tomar la última copa, y el camarero me respondió que no había más copas. Nada se compara a la displicencia de un camarero. Suena como uno de esos tiros fallidos, filmados también por Sergio Leone, que te hacen volar el sombrero veinte metros. Era un viernes triste y apacible, como a mí me gustan. Hay un cuento de Lorrie Moore en el que la narradora señala que hay que elegir la infelicidad con cuidado. «Esa -añade- es la única felicidad en esta vida: elegir la mejor infelicidad». Nunca me sentí tan expuesto a la intemperie como a esa hora. En el primer momento creí que se refería a que no había vasos limpios y me conformé con que me diese de beber en uno sucio. No soy dogmático. «Ni sucias, ni limpias, ni hostias», precisó el camarero. Nadie me había negado la última copa de esa manera. De pronto, sentí miedo, como si temiese llegar a casa sobrio e introducir la llave en la cerradura a la primera. Es la clase de error que aguarda tu madre, despierta en la cama, para dormirse tranquila. Pero tú no estás hecho para acertar, [...]



Yo solo quería beber la última, constatar la derrota e irme a casa en zig zag. La copa final te habla del futuro, te promete que todo irá mejor la próxima noche, te arropa cuando te metes en cama. Esa copa es un sueño de eterna juventud, la infelicidad total y perfecta de la que habla Lorrie Moore. Todos necesitamos certidumbres así, falsas pero hermosísimas. Nadie bebe la última copa de la noche por gusto. Ojalá. La vida está llena de inercias, de cosas que ocurren porque el pasado las empuja. Quizá por eso, y un poco por la cogorza, busqué en el bolsillo el teléfono, averigüé el número de la policía local y llamé. Se puso mi abuela. Parecía evidente que me había confundido de número. «Vuelve a la cama, tata», le pedí, y colgué sin un adiós. Al segundo intento descolgó un policía. Le expuse que me encontraba en el pub tal y que el camarero se negaba a servirme un whisky con cola. «¿Pueden hacer algo?, ¿tienen competencias?», pregunté. No entendí muy bien la respuesta, pero sentí la displicencia del policía, que sonó como el silencio que se produce tras uno de esos tiroteos del cine de Leone.
Devolví el teléfono al bolsillo, como si fuese odio viejo, y salí del pub echando al camarero una de esas miradas que Bukowski aconsejaba reservar para idiotas de cuarta categoría. Inevitablemente, me fui con miedo al futuro. A veces el futuro es algo que ya pasó. Álvaro Cunqueiro afirmaba que los gallegos somos tipos ahistóricos, sin una memoria clara de la época en la que suceden las cosas. A menudo creo que la última copa te ayuda a recordar el futuro. Es esclarecedora. "

Juan Tallón

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