El café

Dafne era bibliotecaria en un pequeño pueblo de Guipúzcoa. Hacía dos años, tres meses y un par de días que había dejado al que era, según sus padres, el hombre de su vida. Una chica de 33 años no se puede parar a pensar en eso, porque entonces las arrugas se multiplican y los cafés se vuelven insípidos. Eso mismo estaba tomando cuando le acechó el recuerdo de Pablo. Es cierto, que ese ingeniero químico, amante de los números y los acertijos había marcado su vida, pero bien es cierto también, que tras cinco años de relación, Dafne no había sentido eso que siempre describían en sus novelas, de las que su hermano pequeño se reía. Ella intentaba convencerse de que eso solo pasaba en los libros, pero cada vez que veía a Pablo inmiscuirse en las fórmulas, escritos y artículos en inglés, suspiraba soñando en aventuras formidables con hombres poco comunes, que viajaban en grandes veleros buscándose a si mismos.

A si mismo estaba buscándose Norberto, escritor de novelas como las que ella leía y amante de los animales. Solía discutir con Dafne sobre la necesidad de imitar al mundo animal y dejar volar la imaginación. Norberto había aparecido en la vida de la morena chica, una noche de fiesta en una playita cerca de Zumaia. Ella lo vio a lo lejos, algo borracha (a Dafne le apasionaban los estados etílicos, pues en ellos podía dejar volar su imaginación y culpar a los grados de la bebida). Él, que sabía perfectamente que pose intelectual adoptar para conquistar a las soñadoras chicas borrachas, comenzó a tirarle de la lengua. La pobre Dafne no dejó palabra en el tintero y Norberto se enamoró de su inocencia. No más de tres semanas duró la dicha. Este marinero de los libros, rápidamente se volvió sobre su pasos y regresó al mar, a su casita en Zumaia, porque era Zumaia su gran amor, era su tela de araña, su redecilla de pescador y dónde cada tres semanas, descalzo, volvía a la playa a ensayar su pose.

Dafne dejó de leer.

Entre sollozos, otra vez en su pueblo, los días pasaban y ella, rodeada de libros en la biblioteca municipal, solo pensaba en lo estúpida que era, creyendo aún, con su edad, en cuentos de hadas. Tras unos meses, en una hoja de reserva de libros, creyó ver unos trazos atípicos, se puso las gafas, abrió la libreta de reservas y observó atónita su cara dibujada con una cera pastel. Renoir, firmaba.

Renoir era un joven del pueblo de al lado. En realidad ese no era su nombre, pero se hizo llamar así, desde que adolescente, sus compañeros de clase se inventaban mil apodos por tener uno de tantos nombres ridículos que todos conocemos. Claro estaba que le gustaba la pintura, pero su profesión real era la topografía, un trabajo, que a pesar de no ser vocacional, le permitía en sus ratos libres visitar la biblioteca en busca de libros sobre historia del arte. Allí, y tras meses de dulces tardes de voyeurismo encubierto, el chico soñaba con la bibliotecaria.

Renoir y Dafne no dudaron ni un momento en dedicarse un café, sobra recordar la atracción que sentía la chica por los personajes más o menos trastornados. Y es que este impulsivo topógrafo, un día medía al norte y al otro tiraba al sur. La incertidumbre se apoderó de la relación y Dafne soñaba a veces con el mar, con el vaivén de las ondas vascas. Le encantaba. Le encantaba hasta que vio como Renoir comenzaba a dar bandazos. Entonces recordó las apasionantes noches en la arena y vio todo borroso y sin sentido. Dafne, igual que sus chicos, no portaba la bandera de la estabilidad emocional entres sus manos.

En esto estaba pensando mientras removía el café con su cucharilla desgastada. Había quedado con Renoir a las cinco, ya eran las cuatro y cuarto y quería pasar antes por la tienda de regalos del tío Alejandro ya que era el cumpleaños de su amor desequilibrado. Se acercó a la barra del bar, y el camarero de siempre, Beni, le acarició la mano al devolverle el cambio. Ella lo miró. Beni, sin desviar ni un segundo la mirada, se despidió de ella con tono firme: - Cuando vuelvas mañana, a las tres y treinta y tres, como cada día, tendrás la hoja de tu nueva historia bajo el café.

Ella, se dio la vuelta temblorosa, sonrió y comenzó a pensar en su próxima aventura.




Die

2 comentarios:

Anónimo 25 de octubre de 2010, 0:55  

Querido Pequeñito:
Ojalá este sea el principio de una buena costumbre. Seguro que a Dafne le pasan muchas mas cosas que quiero leer.
¿Cuándo nos fugamos a Zumaia?

Dié 25 de octubre de 2010, 14:51  

Jajaja yo en Zumaia ya estuve... Y HACE FRIO! ¿Y a una playa del sur? :)

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