Como un niño que se saca un diente, y ya va por el cuarto o quinto. Que no le duele, que lo hace sin el más mínimo interés. Así sentimos a veces las patadas de la vida, y nos damos cuenta de que las malas experiencias siguen endureciendo nuestro corazón, que no ya contento con ser de hormigón, pasa al acero, y al plutonio.
Pero no somos fríos. Seguimos manteniendo la energía en el interior, la fuerza, las ganas, la pasión... solo que con los años, y el avance de las tecnologías, construimos esas paredes de contención, que aparentan firmes y frías pero que contienen lo más increíble y hermoso que el ser humano ha sabido mantener: su fondo, su pasión, su vida.
Porque si no protegemos nuestras vidas, no podremos proteger al ingeniero que intenta acceder al centro de ellas. Porque si dejamos al aire nuestros sentimientos, volvemos a romper nuestro interior y tardamos años en reconstruirlo y perdemos la oportunidad de ser felices.
Es fácil mantener la coraza, si eres experto en caídas a distinto nivel, lo difícil en estos casos es acceder al núcleo. Que las sondas directas no siempre funcionan, y el tiempo y la distancia hasta él, juegan en contra del ingeniero (y del núcleo). Y al final fracasan. Estrepitosamente. Y el metal se vuelve a enfriar, y el ingeniero se desanima y se desploma al suelo y máquina y humano se miran, volviendo a recordar los errores y lloran. Se quedan solos.
Así, la dureza del corazón y la poca habilidad del ser humano, vuelven a caer como una jarra de agua fría sobre la historia de la civilización. Que no contenta con crear guerras, alimentar envidias y elaborar sistemas absurdos, también se afana por complicar su existencia y poner trabas a lo único que vale la pena: la fusión.
Die.
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