El tiempo de las bestias

[...] Me sentía afligido y desazonado y no me llegaban los pensamientos con lucidez porque aquellas experiencias de acercamiento y rechazo, de ir y volver, de estoy cruzando el umbral pero no sé si entro o si salgo, se me antojaban demasiado rigurosas y no hallaba razones ni fuerzas para disimular la congoja, esa sensación en la que el alma se quiere salir del cuerpo pero no encuentra por dónde, y pasaba la mano por las nalgas de los caballos para sentir su calor y también sentía los latidos de la sangre saltando por sus venas, y cuanto más me crecía el deseo por aquella endiosada mujer más pequeño se me quedaba el amor propio, que es el traje de gala que viste el alma cuando se siente orgullosa de su dueño, y había por tanto movimientos en el cuerpo y movimientos en el alma porque uno y otra se aliaban para dejarme escrito el miedo en la conciencia. Me sentía muy cerca de aquellas dos bestias que tenían las miradas brillantes y no miraban a ninguna parte, hastiadas de mirar o indiferentes, sin nada en el mundo presente que pudiera merecer un parpadeo, y en aquel vacío, con olor a sudor de los caballos, el tiempo estaba tan quieto como la mirada, y pensé que el tiempo que se movía era todo lo que éramos y que el tiempo que no se movía era todo lo que no éramos, aquello que había sido pervertido o malogrado, y que a veces batallaban ambos tiempos como lo hacían el amor y el miedo, y cuando triunfaba el amor el tiempo se hacía momento singular para la memoria, y cuando triunfaba el miedo el tiempo se convertía en soledad.





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