La otra carta (1ª parte)

El aire enrarecido de la cabina se colaba por mis fosas nasales, recordándome en cada exhalación, todo lo que estaba por venir. Las luces que tenían toda la responsabilidad de nuestros cinturones apretados, se encendían y apagaban al ritmo descompasado de un pitido suave, casi como intentando llevarnos a un mundo allá por el año dos mil setenta. Mire a mi compañero de viaje, un hombre de unos cincuenta años, al que una pequeña gota de sudor le bajaba por la sien y mostraba todo el miedo que puede darnos las alturas, cuándo ni tan siquiera, nos habíamos separado ni un ápice del finger. 

Una hora y media  nos separaba del aeropuerto de Barcelona, y después, Casablanca. Cuándo mi compañero de habitación, me dijo en la base, que necesitaba que yo personalmente, entregase esta carta, entre whisky y whisky, se me antojó el capricho de un soldadito de plomo enamorado, la excusa para que la mujer que lo añoraba en Marruecos se tomase en serio el tiempo de espera y sobretodo, la imposibilidad de Marcos para viajar, debido al accidente sufrido en las maniobras del mes pasado. Estúpido accidente.

Llevaba la carta en mi cartera de piel marrón. La adecuada para tal propósito, pensé. El sobre, amarilleado y con el escudo de la BRILAT en blanco y negro, tenía escrito "La otra carta" con la pésima letra de mi admirado amigo.

Temperatura exterior dieciocho grados. Tiempo aproximado de viaje, una hora y treinta y cinco minutos. El comandante del Boeing nos saluda. Las azafatas comienzan con sus ignorados bailes técnicos. Cierro los ojos.

Barcelona se alzaba refrescante y dinámica pero yo pasé raudo de terminal en terminal. Dormido, con la boca pastosa y maldiciendo el vaso de whisky que me empujó a decir si. Siempre cumplo mis promesas, siempre, dije. Disculpe señorita, pensaba en alto. Segundo avión. Se trataba de un avión de la Air Arabia Maroc. Blanco y rojo. Tras la pertinente espera, subí a otro Boeing, esta vez bastante más lleno y me senté en el 17A, ventanilla.

El sol se ponía ya, y la temperatura, como era costumbre en la capital, había subido un par de grados. Me encontraba mareado, y comencé a imaginarme como era ella. Había escuchado tantas historias de amor, que la de Marcos y Aisha me resultaba incluso soporífera. Una misión, un permiso, un zoco abarrotado y la empleada de una operadora turística que ofrecía visitas guiadas a la medina. Nada que me haya sorprendido lo suficiente como para recordar más detalles. Sin embargo, me gustaba imaginarme a las mujeres africanas como musas del desierto, con miradas misteriosas y excitantes, calladas, solitarias y soñando con occidente. Soñando y teniendo pesadillas, porque me las imagino también amantes de su tierra, del sol abrazando los naranjos y del olor a especias en cada rincón de cada calle abarrotada, de cada noche iluminada por lunas del sur y de los peligros de una vida salvaje y asfixiante a la vez.


Comencé a soñar.Escuchaba niños correteando entre las nubes, hablando lenguas extrañas y riendo. Ella, Aisha, apoyaba su cabeza en mis piernas, una mecha de pelo se escurría como un río por su frente. Su pañuelo, azul celeste, olía a tierra húmeda y su respiración, tranquila, era ajena a lo que ocurría entre las nubes. Bienvenidos a Casablanca, temperatura exterior veinte grados, hora local nueve y cuarto, gracias por confiar en nosotros, esperamos verles de nuevo.

Cogí un taxi. - Emmenez-moi à la rue Salé se il vous plaît. Ella conocía mi hora de llegada. Mientras el taxista "pilotaba" su Mercedes de los años ochenta por las calles caóticas de la ciudad, toda aquella historia comenzaba a parecerme extraña. No es que no estuviese a favor de rocambolescas aventuras, pero Marcos era un hombre rudo, de buen carácter e ideas tradicionales. Para él había sido un importante vaivén en su vida, enamorarse de una musulmana, pero hacerme embarcar en esta historia para entregar una simple carta, era más propio de mi, que de un cambadés hogareño y bonachón. 

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